Cierta vez, en un hotel o una fiesta,
Max Beckmann se cruzó con un grupo de argentinos: no andaban literalmente disparando chorros de manteca hacia los cielos rasos, cual ballenas lácteas, ni tampoco tenían vacas atadas a los pies de sus camastros de bronce o roble de los bosques bávaros; pero –sí–, malparafraseando a un personaje de
Jean Renoir, su alegría y extroversión eran tales que no resultaba injusto decir de ellos que, como buenos millonarios de las pampas: "Pueden cultivarlo todo, menos la discreción". Excepto uno. Se trataba de un joven ensimismado, silencioso, envuelto hacia adentro. Al pintor alemán le interesó. Tanto, que decidió convertir su estampa en una pintura, el hoy admirado "Retrato de un joven argentino" (arriba).
Apenas un poco antes de aquellos días otro joven, esta vez austro-húngaro, se había colado en la oficina de
Sigmund Freud:
Wilder:
Dr. Freud, vengo del periódico.
Freud: (Levantándose, muy molesto y extendiendo uno de sus brazos hacia Wilder):
¡¡Fueraaaa!!
(La versión que contaba Wilder mismo, y no sus amigos, era algo más calma. "¿
Herr Wilder? / Si / Ahí está la puerta").
Samuel Wilder salió por ella y se fue tan lejos como Berlín. Lugar en el que pronto dejó el periodismo y se convirtió en guionista. Sabia decisión, también que, "como gusto secreto, comenzó a comprar a precios de ganga grabados y acuarelas de los expresionistas alemanes, la pintura maldita del momento, la de Otto Dix, de Schiele, de Beckmann, de Grosz, de
Kirchner, y el mismo olfato que tenía para el arte lo usó también para detectar el peligro que se avecinaba. Huyó de los nazis en 1934 con parte de la colección que pudo trasportar", escribió–éste sábado–
Manuel Vincent en El País.
No se quedó allí aquel hijo de comerciantes pasteleros, cuando arribó a EE.UU., se convirtió en Billy Wilder e hizo fama y fortuna, peléandose con
Raymond Chandler (¡Te queremos Raymond!),
Arthur Miller y levantándole las faldas a Marilyn Monroe, siguió con el bichito colector dentro: "(...) Wilder sobrevivió dos décadas a este escarnio (no lo dejaban filmar, por "viejo") y todo ese tiempo lo dedicó a divertirse comprando arte, obras de Picasso, de Matisse, de
Balthus, de Rothko. No quiso adquirir a ningún precio la famosa litografía del rostro de Marilyn realizada por Andy Warhol, como uno de los iconos de Norteamérica. Con haberla poseído de cerca en el plató como actriz de carne y hueso ya era bastante. Una colección de arte es como un río, decía Wilder, hay que dejarla fluir para que se renueve, de lo contrario, si se remansa, forma un estanque, se pudre y comienza a generar algas. Compraba y vendía. Dio pruebas de una sagacidad fuera de lo común a la hora de moverse entre las galerías, tanto o más que en los estudios de la Paramount. Pero un día su fina nariz percibió que el globo estaba a punto de estallar. Pocos meses antes de que la crisis hundiera el mercado del arte, cuando la pintura estaba en la cresta de la especulación salvaje, en 1989, llevó toda su colección a la sala de subastas de Christie's. Consiguió 32 millones de dólares, más dinero del que había ganado en toda su carrera de cineasta. Pasada la crisis volvió a comprar parte de esos cuadros a mitad de precio, pero sólo porque le causaba placer".
A Billy también le satisfacía el placer las venganzas retrospectivas. Las ejecutaba por medio de avispazos verbales. De Freud, por ejemplo, dijo que su diván "era una cosa muy pequeña: ¡¡todas sus teorías están basadas en el análisis de gente muy baja!!" Ducho en manejar frustraciones, su colección nunca incluyó el retrato del joven argentino (¿habrá sabido ese luego ex-joven que su estampa triste llegaría a convertirse en una estampilla de Alemania?), pero no se molestaba, con toda su familia muerta en
Auschwitz prefería reírse de la locura humana y la suya propia: "Soy guionista,...bueno, nadie es perfecto".
Tender is the Wildest Wilder