martes, febrero 20, 2007

El regreso a casa

Sales de casa un día, como nada, como siempre, conoces brevemente algo o a alguien y -aunque esa noche te encuentra otra vez en tú cama- no vuelves. Crees que has vuelto, pero no. Y, sucede, unas pocas veces, que ya no lo haces más. Una parte tuya se ha puesto a andar. Pasan entonces las semanas, los meses -en algunos casos, los años- y el viaje se extiende, se despliega, se multiplica, hasta que al fin arribas a las puertas de Babilonia. O de Cathay. O de Cracovia. O de la Ciudad de los Césares. O de un zaguán (Buenos Aires, circa 1931). O de aquel corazón. Un parpadeo, luego. No tuyo (estás casi extasiado). Simple. Un parpadeo de lo que está más allá de todo y cualquier poder y, como en ese cuento de Bradbury, cual primer astronauta en Marte, ves que la ciudad luminosa se derrumba. Peor, el capitán de la nave te dice que has enloquecido, que tal ciudad -ilusoria- jamás existió. ¿Jamás? No queda más que retornar. Y aunque no te habías ido, no todo, -que cosa difícil- hay que retornar. Y retornar en serio, porque el camino de vuelta tiene sus guijarros. El más grande: es penoso. Nuevamente, como casi siempre, la noche te encuentra en tú cama, aunque ahora despiertes muchas veces sobresaltado, lágrimas. O sólo solo. Insomnio. En vida, en día, caminas, presuroso. Pero los avizores se dan cuenta: faltas. Pasan, otra vez, más entonces, las semanas, los meses, Dios no lo quiera, unos años. Y una primera tarde, esa tarde dominical, ceden las fatigas. Cesa el tintilineo. Cuando tomas la llave, su bronce, su aleación, te saluda, perro -tú fiel perro que sabía, que nunca perdió la esperanza de que estuvieras en camino-, abres la puerta. Nada ha cambiado con respecto a cuando saliste dos o tres horas atrás, pero todo lo ha hecho: has vuelto.

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