Dexter Dalwood la tiene cuesta arriba. Nominado para el Premio Turner este año, según críticos como Jonathan Jones (The Guardian) "su trabajo (más bien) lo ha hecho candidato al primer transplante de talento en el mundo". Al parecer no le perdonan que: a) sus pinturas tengan algo de "narración" (¡¡vade retro f...kin storytellers!!) y b) trasunten algún que otro comentario ideológico (como si Miguel Angel no hubiera sido consciente de que la Iglesia lo usaba y tenía una). Luego, gravísimo pecato de la giovanezza, Dalwood osó a tocar en una banda punk (The Cortinas). Y, gravísima falta de la madurez, no rezuma carisma ni dice cosas brillantes.
La verdad es que todas esas "metidas de pata" respecto del canon dominante en Europa Occidental, no son nada porque a Dalwood le gusta pintar (mucho). Y se le nota. Efectivamente es un artista limitado a ese pequeño arte que es (ahora) la pintura-sensual-no invasiva-de-todos-los-soportes hasta llegar a la nada de la razón que se estruja a sí misma, el conceptualismo extremo. También es cierto que no pocas veces anda en peligro de caer en el chiste facilón del que se tomó dos pintas de Groslch demás y con dos palabras y un eructo quiere definir algo. Pero se salva. El punto es que aun cuando sus cuadros y collages, como antes de la fotografía, puedan ser "relatados", hay algo que sólo pertenece al mundo de la pintura en ellas, del mismo modo como muchas de la ilustraciones ingeniosas de Saúl Steinberg, pertenecen al mundo de la caligrafía como gran arte hecho de domar un líquido llamado "tinta".
Arriba, Cinderella
La potencia de una imagen nacida en una obra de teatro (Hamlet): De arriba hacia abajo, Sunny von Bulow (de Dalwood); Ofelia, del prerrafaelita John Everett Millais y Ophelia, de la fotógrafa argentina Alessandra Sanguinetti.
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