"-¡Calera! Más que mierda ¿¡Cómo sabes eso!? ¿¡De verdad me espías!?
-Eso te pasa por pagar espías baratos siguiendo la política salarial de tus empresas, que se dedican a investigar las vidas alegres de tus ex novias y no las cosas que realmente importan.
-No te confundas. Esos no son espías. Son periodistas. Mis periodistas.
Desde los días en que la Amanda de 7 años se aparecía por su casa con un budín enorme y una nariz por entonces no tan enorme, la manifestación del cariño entre ambos tomaba la forma de esa carrera para ver quién estrujaba mejor la última palabra y le daba un golpe al otro como si un argumento fuese la toalla mojada convertida en el mejor látigo. Se tiraban el mundo dividido en dos encima. Hello Kitty contra Barbie. Tierras Altas contra Itenge. Betamax contra VHS. Los Simpson contra Family Guy. Minidisc contra Mp3. The Omelettes contra Coldplay. San lunas rojas contra san rastreadores. Y, quizi, apellido contra no apellido.
Y claro que ella era de la familia. Siempre fue alta, seña Magniac 1. Siempre fue ambiciosa, seña Magniac 2. Y todavía ahora no dejaba de ser capaz de sorprender a los de su propio apellido, seña Magniac, y esencial, 3. A los 13 años, en esta última línea, comenzó a firmar Amanda F. Magniac. Dos décadas más tarde, Amanda Foucher Magniac era conocida en todo Samar como Amanda Magniac o Princesa Rooibot, bautizo explícito -gracias a su pelo rojo y su trabajo- que todos los medios del grupo tenían la orden de usar. A su padre, un matemático sudafricano que persiguió a su madre, la hija preferida del Gran Viejo, por las playas de Ciudad del Cabo, la opción por el apellido “duro” no le preocupaba demasiado. De todas formas, su frase más celebrada, “si existen números irracionales, no veo porque no podrían existir familias irracionales, como los Magniac”, hablaba de alguna cuota de resentimiento.
De él debía venirle la suerte, la buena suerte, de esa nariz. De algún francés protestante fugado de la persecución católica, a África del Sur, cuatro siglos atrás. Puesta como estaba, la corona de un árbol de navidad espectacular que se ha caído nada levemente hacia un costado, lo cual convertía todo el paquete en perturbador. Simpáticamente perturbador. Y aunque en general las mujeres fingían lamentar esa “efusión” -todas usaban el eufemismo impuesto por la madre de Amanda a aquel géiser de cartílago y piel- en realidad les alegraba. Amanda habría resultado insoportablemente atractiva sin ella. Para los hombres, en cambio, operaba como una varita mágica combada: hacía desaparecer el miedo ante su cuerpo de miss, su temple de piloto de jet y su inteligencia de escritora inglesa. O quizás fuera lo que les había permitido emerger. ¿Su mejor truco? Apenas aquel tobogán invertido rozaba la piel de los hombres, los encendía.
Estaban en una de las terrazas de Khansama, el restaurante siempre repleto de programadores indios. No en la principal, ni en la pequeña, que daba al lago, sino en la Caprivi strip, nombre clave que usaban ambos para designar la “terraza” de la cocina: un balcón diminuto que miraba desde lo alto a un conveniente terreno baldío donde las magnaspitas crecían con desenfreno y Balabán, convenientemente caracterizado como un valenki ocupado en sus asuntos, vigilaba con discreción. El sol de las dos de la tarde los palmeaba suavemente apretujados como estaban en la única mesa, esperando lo de siempre: haleem o, en su caso, biryani (ella no podía evitar repetir cada vez que se encontraban allí, “que áspero, ¿nunca vas a pedir tú porción del barro sabroso? en referencia al haleem que ella encargaba el día anterior, y tardaba un día en prepararse).
Le simpatizaba que a Amanda le gustara reunirse allí, tanto por la comida, como por su amistad con Darme, el dueño, un ingeniero hyderabadí que alguna vez había trabajado para ella, y -claro- tenía la mejor información de la ciudad sobre los programadores más talentosos. Además, Khansama prosperaba gracias que el Lab de Inteligencia Artificial Aplicada llevaba a comer a todas las delegaciones e investigadores que lo visitaban.
-¿Cómo supiste de lo Tanin?
El tono le salió demasiado serio, levemente amenazador. Eso lo obligaría a soportar un contraataque.
Amanda casi sopló dentro de su vaso de cerveza ante la pequeña insolencia gratuita. Por suerte el bigote suave de espuma que le quedaba sobre el labio superior le daba el suficiente aspecto ridículo para que él no se ofendiera en lo más mínimo por su respuesta de tono, en este caso, reguladamente encabronado.
-Cuando te espíe por algo que valga la pena te vas a enterar el día en que el deliver de Khansama te lleve la cena a Peto.
Uh. La había ofendido realmente. Amanda amenazaba muy rara vez con esa cárcel, ahora especialmente destinada a los enemigos de la razón y la monarquía científica.
-La conozco bien de cuándo íbamos a visitar a los amigos de Donaldo, así que me voy a sentir cómodo.
Rock the Khansama
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