martes, mayo 13, 2008

Mucho antes que fuera famoso y pintase escenografías, como ésta de arriba en la que hay una calle de La Boca junto al Partenón (más la luna y un buda acostado y algo que parece un edificio de Angkor Bat), Bob Rauschenberg no tenía ni uno (como se dice en Chile) y con su amigo Claes Oldenburg y otros, salían a hacer casting de basura (identificar si algo que ya es como una pasa, un hueso, un cuesco, un fruto seco para la necesidad, la libido, de los otros; puede renacer al inyectarle nuestras propias ganas). Una de esas veces estaba tan pero tan pobre que
-cuenta una leyenda que merecería ser verdadera- al levantarse no tenía más tela ninguna para manchar. Y como la calentura pictorial le resultaba tanta, se puso a hacerlo sobre su cama (abajo).

Tiempo atrás escribí, emocionado que, con un gesto como ese (o como el del futbolista Robbie Fowler, quien tiró intencionalmente fuera un penal que le habían concedido porque sabía que era falso), algunos creadores efectivamente crean y amplian el campo de lo posible, no agregando nuevas formas de infringir dolor, sino nuevas formas de calmarlo, de reírlo (que es como freir el sufrimiento y convertirlo en algo más comestible, nutricio, como la risa o cosas así). Pues bien, el chamán nacido en Port Arthur (Texas) dónde ‘it was very easy to grow up without ever seeing a painting,’ (cosa que -no ver pintura seria alguna- de alguna gran forma le hizo bien), se murió. Como los 10 mil del terremoto de China. Así no más. Sin saber mucho como, como tampoco se qué pasó con ese afiche de esa serigrafía suya tan naranja que Alejandra del Río me regaló y presidió el muro de una de mis camas universitarias.

En la pintura, a la inversa de la vida, si importa que padres haya muchos y poco que mamá pintura sea una sola. Y este Robert -medio turbulento- es, ha sido, será, uno de los míos.


Papucho Pictorialis (in Mem)

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