domingo, diciembre 09, 2007

Recuerdo que era adolescente (o por ahí) y en un libro leí que había un músico llamado Karlheinz Stockhausen. Era un libro moderno. Lleno de fotos de colores modernos que hoy son "vintage" o retromodernos. Lo de los colores es importante porque mostraba que había un mundo (o una actitud) de "colores". El personaje en cuestión, me enteré, había compuesto una obra en la cual la orquesta de cámara tocaba dentro de una casa. El público se sentaba en el jardín delantero. A medida que la música se acercaba a su fin, Stockhausen había organizado las cosas de tal manera que los músicos se iban retirando, uno a uno, por la parte de atrás de la cabaña (la imaginaba como una cabaña de ladrillo, campestre, con señales leves de "alemanitud") sin que el público se diera cuenta. Así, de pronto, los espectadores dejaban de escuchar el último de los instrumentos y, especulaba, no sabían que sentido musical darle a ese silencio. Toda la escena me resultaba encantadora. En especial esos segundos dónde los auditores no sabían si ese "callado" era el posterior al punto final ¿o qué? Cual afecto súpernova, empecé a querer a ese músico lejano que murió hace dos días (no sin componer un concierto para dos o tres helicópteros, ser uno de los creadores de la música electrónica e incordiar a tirios y troyanos con opiniones y primadoneadas) y de quien, a veces, pensaba que era un eterno treintañero convirtiendo al mundo difícil en música y a la música difícil en mundo.

http://www.nytimes.com/2007/12/08/arts/music/08stockhausen-1.html?em&ex=1197349200&en=05c11514649fb943&ei=5087%0A

Tócate otra, pú Karljéinz

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