La inconclusa te hace un regalo. Hay regalos que son como riendas: aviones contra incendios. Otros no. Una sola vez en la vida me regalaron un libro forrado con papel mural. El momento justo lo olvidé. Es un papel blanco, rígido, con estrías, gotas de pintura en sobrerrelieve horizontal. Durante algunos años pude verlo aplicado en varias paredes. Consultorios médicos. El libro decía, y todavía lo hace, que las cosas no son como parecen. Que estamos ciegos, que vivimos un gran engaño. Que el mundo está lleno de misterios.
Hubiera preferido bailar.
Todas las cartas al futuro están, en verdad, escritas para el ayer. ¿Quién forró ese libro? ¿Alguien había roto su tapa verdadera? ¿O sólo se trataba de proteger, de proveer un abrigo vigoroso a aquel texto hecho para amarillear muy pronto? ¿O quizás (fue) la compensación de un descuido?
Hay cosas que nunca podremos saber.
Ahí estaban. En pleno planeta Marte, no los personajes de fantasía -a punto de ser olvidados en la Tierra- como escribió el buen Bradbury: los fantasmas de Cuento de Navidad o el Cuervo negro ala de cuervo de Edgar Alan, angustiados, hartos, tristes. A la espera que la muerte final de la literatura los disolviera. No. En Marte estaban los amores cortados en flor. Los amores que fueron escaleras con pocos peldaños recorridos y sin desgaste. Amores hechos árboles que se alejan o se empinan, como si el piso hundiéndose te los quitara del alcance de los brazos. O el cielo exigiera la exclusividad de sus ramas. Siguen ahí. Pero sólo apenas si puedes intentar leer su corteza ya extranjera.
Robert Graves cuenta que originalmente el dios Marte era un Dionisio, un Baco “marcial”. Un dios de la alegría, de la diversión, el irreverente borracho que se permite clavar una pica en la panza jerárquica del Olimpo y reír, reír, reír. Los romanos, agrega, hervían la hiedra y de allí se extraía un pigmento rojo, con el cual se embadurnó Dionisio la cara antes de ir a combatir. Lo hizo dirigiendo a centauros contra caballos que se daban “tan fieras pechugadas” que sus carnes “se volvían zumos” en medio de los gritos. Así, la alegría pasional resultó (y todavía lo es) hermana de la violencia guerrera.
Cuando los primeros astronautas llegaron a Marte confirmaron que no había allí vida ninguna. Era arisco, chúcaro, inamistoso, desabrido, desértico. Marchito sin haber brotado. Todo un entablado ocre, completamente globo y circular, donde jamás se había representando ni drama ni comedia alguna. Ni en Amazonis Planitia, ni en Noachis Terra, tampoco nada en Terra Cymmeria. Las esperanzas se perdieron totalmente cuando ella no apareció en las profundas cuevas de Planus Boreum. Los exopaleoarqueólogos, los cosmobiólogos, los drogadictos en busca de nuevas dosis de civilizaciones perdidas y muchos otros quedaron molestos. Paranoicos. Algunos, tristes. Pero puedo decirles que yo estaba ahí, todavía aterrado de los vaivenes del viaje interplanetario (estornudando en Utopia Planitia, con un resfrío tan encarcelado del poco oxígeno disponible como nosotros mismos), cuando Carlo, el cocinero, dijo aquella frase, después famosa: “¿Y qué me importa? Yo vine aquí a cocinar”. Ese mediodía hicimos un banquete. Luego, salimos al paisaje (un planeta entero que es pura escenografía, donde lo único vivo eres tú y tús bacterias intestinales) arropados con nuestros trajes antirradiación. Y aunque no fue la flaca atmósfera marciana la que nos trajo la música dentro de nuestros cascos, bailamos.
Y aún otra vez más.
El sábado bailamos en Marte
Hubiera preferido bailar.
Todas las cartas al futuro están, en verdad, escritas para el ayer. ¿Quién forró ese libro? ¿Alguien había roto su tapa verdadera? ¿O sólo se trataba de proteger, de proveer un abrigo vigoroso a aquel texto hecho para amarillear muy pronto? ¿O quizás (fue) la compensación de un descuido?
Hay cosas que nunca podremos saber.
Ahí estaban. En pleno planeta Marte, no los personajes de fantasía -a punto de ser olvidados en la Tierra- como escribió el buen Bradbury: los fantasmas de Cuento de Navidad o el Cuervo negro ala de cuervo de Edgar Alan, angustiados, hartos, tristes. A la espera que la muerte final de la literatura los disolviera. No. En Marte estaban los amores cortados en flor. Los amores que fueron escaleras con pocos peldaños recorridos y sin desgaste. Amores hechos árboles que se alejan o se empinan, como si el piso hundiéndose te los quitara del alcance de los brazos. O el cielo exigiera la exclusividad de sus ramas. Siguen ahí. Pero sólo apenas si puedes intentar leer su corteza ya extranjera.
Robert Graves cuenta que originalmente el dios Marte era un Dionisio, un Baco “marcial”. Un dios de la alegría, de la diversión, el irreverente borracho que se permite clavar una pica en la panza jerárquica del Olimpo y reír, reír, reír. Los romanos, agrega, hervían la hiedra y de allí se extraía un pigmento rojo, con el cual se embadurnó Dionisio la cara antes de ir a combatir. Lo hizo dirigiendo a centauros contra caballos que se daban “tan fieras pechugadas” que sus carnes “se volvían zumos” en medio de los gritos. Así, la alegría pasional resultó (y todavía lo es) hermana de la violencia guerrera.
Cuando los primeros astronautas llegaron a Marte confirmaron que no había allí vida ninguna. Era arisco, chúcaro, inamistoso, desabrido, desértico. Marchito sin haber brotado. Todo un entablado ocre, completamente globo y circular, donde jamás se había representando ni drama ni comedia alguna. Ni en Amazonis Planitia, ni en Noachis Terra, tampoco nada en Terra Cymmeria. Las esperanzas se perdieron totalmente cuando ella no apareció en las profundas cuevas de Planus Boreum. Los exopaleoarqueólogos, los cosmobiólogos, los drogadictos en busca de nuevas dosis de civilizaciones perdidas y muchos otros quedaron molestos. Paranoicos. Algunos, tristes. Pero puedo decirles que yo estaba ahí, todavía aterrado de los vaivenes del viaje interplanetario (estornudando en Utopia Planitia, con un resfrío tan encarcelado del poco oxígeno disponible como nosotros mismos), cuando Carlo, el cocinero, dijo aquella frase, después famosa: “¿Y qué me importa? Yo vine aquí a cocinar”. Ese mediodía hicimos un banquete. Luego, salimos al paisaje (un planeta entero que es pura escenografía, donde lo único vivo eres tú y tús bacterias intestinales) arropados con nuestros trajes antirradiación. Y aunque no fue la flaca atmósfera marciana la que nos trajo la música dentro de nuestros cascos, bailamos.
Y aún otra vez más.
El sábado bailamos en Marte
4 Comentarios:
Hay regalos que son como riendas: aviones contra incendios
R hermoso post, hermosa prosa, hermosa música, hermosa musa.
quiero más post de estos.
me gustó este mundo intergaláctico y estas palabras de amor
rodrigo
lee tu gmail y respondenos ya que barsamente llegaremos el viernes!!
ojala que nos recibas ..plis
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